Paracaídas que no abre - Orquestas del corazón
- Voz: Alejandro Páez Varela
- Chelo: Renata Wimer
Crecí mirando los chelos en las tiendas de empeño. Chelos y violas. Pero más chelos. Los veía detenidamente a la boca, les contaba las cuerdas. Siempre pensé que un día la vida me daría la alternativa, pero no fue así; y, como una especie de bloqueo inconsciente, comencé a tronarme los dedos desde chavalo de una manera tan salvaje que en el invierno tengo molestias leves. No es artritis, claro. Nada grave, para ser honestos. Pero conforme el tiempo pasa me doy cuenta que me apliqué un castigo.
No creo que mi cariño por el chelo haya nacido de escucharlo en vivo. Jamás, hasta donde recuerdo, acudí a un concierto en mi adolescencia. Sin embargo, sí recuerdo claramente cómo fue el momento en el que me rendí a sus pies: llegó a casa un disco (muy probablemente de Selecciones) con algún virtuosi que tocaba pedacitos de Mozart, Vivaldi y Haendel. Yo me pegaba a la bocina para escuchar mejor el bajo continuo, que me dolía en el corazón, que me lastimaba donde cala de verdad.
Mucho tiempo después de que aquel disco fue perdiendo brillo de tanto uso, fue que me enamoré por primera vez. Y entonces sentí cuerdas en el corazón. Mi idea sobre perder y ganar en los terrenos de las relaciones humanas, entendí, estaba marcada por los sonidos de las cuerdas: eran violines los que sentía cuando ganaba; era chelo a la hora de perder. Y así, poco a poco, con los dedos dolidos y el corazón en la orquesta, fui de un lado a otro provocando sonidos: cuando me faltaba chelo provocaba una ruptura; y luego, otra vez, regresaba voluntariamente al fabuloso violín.
En el centro de la ciudad donde crecí había una casa de antigüedades en la que conocí un chelo que me dejó boquiabierto, y jamás lo escuché. Rojo, con las cuerdas medio sueltas –me imagino que para no vencerlo–, gordito, como amable. Me acerqué al vendedor y pregunté el precio. “¿Para qué ?”, contestó. Para qué.
Nunca más volví a encontrar el disco de mi primera vez; no sé ni cómo buscarlo. No supe qué pasó con aquel chelo y jamás estudié música. Poco a poco las cosas han regresado a su lugar: el chelo se volvió nuevamente chelo, y las relaciones fallidas se cocieron por su cuenta.
Ahora la melancolía es mayor: me duelen también el fagot, el clarinete y el clavecín. Y cuando ando por las calles, y miro las faldas y quiero repetir solos de chelo, cierro los ojos y me digo: “Eh, Alejandro, córrele, enciérrate en tu casa, ponte 20 compactos. No busques más, que la vida está de por sí llena de chelos. Mejor que viva Rostropovich, que viva la Du Pré. Y las cosas del amor, esas, mejor las manejas en silencio.”